No habría literatura
sin ojos de rebaño.
Sin esas cómplices miradas
que engordan las harapientas
líneas y los equidistantes renglones.
No habría literatura, sin prosa,
gorda y oronda, horadando las nalgas
de, a quien leer, se le antoja.
Sin monjas, curas, burócratas o simples
carabineros, de ojos mansos y miopes,
no, no habría literatura.
Habría una luna observada por un telescopio
gigante, casi rozando la dura corteza.
Y un rebaño de ovejas apostado a la orilla
de cada cementerio, con grandes orejas, y puntas
de cuchillos oxidados, atravesando el vientre seco
de las palomas.
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