¡Vamos a dejarnos de mamoneo
y le vamos a dar para el pelo
al coletas!
Caí dando vueltas sobre una de las calles de un dédalo que,
a la vuelta y visitando Wikipedia, hallé pertenecer a un Versalles
que empezaba a enranciarse a la sazón.
El viaje fue instantáneo, hace un segundo —según mi parecer—
disfrutaba de un desayuno de fresas en un hotel de un París que
saludaba una nueva normalidad.
Me dejé atraer por un murmullo de voces que a medida que los pasos
se sucedían devenían in crescendo. No muy lejos pude distinguir lo que
parecía un pabellón deportivo, de un gusto que pude identificar con
alguna que otra foto de los libros de texto que en el colegio introducían
la figura del Rey Sol.
Ya cerca del recinto, sin distinguir una palabra —solo atinaba a que
hablaban en francés, idioma que empecé a estudiar con apenas los
once años— me atreví a entrar por una puerta que se me ofrecia a
una curiosidad cada vez más acuciante.
Entré, divisé en el centro de una especie de cancha a un orador que
con gran pundonor se dirigía a una gradería de fuego incandescente;
a casi cada frase alguien —todos iban vestidos de manera distinguida—
replicaba con la misma energía o más si cabe.
Me parecía todo de lo más incomprensible, un galimatías, otros tiempos.
Después de un buen rato —quizás media hora— bajaron aprisa de sus
escaños hasta reunirse fuera —en una especie de parterre florido—
en oronda masa y emprender una huida hacia delante frente a las
abandonadas instancias versallescas que los reyes tuvieron a bien dejar
por consejo experto días antes. Me fui tras ellos sin pensarlo dos veces.
No fui consciente nunca de que asistía a uno de los momentos liminares
de la moderna historia.
Aquí sigo apoyando la causa. Vengo de liberar al Marqués de Sade y a un
tal Voltaire de la cárcel real de la Bastilla, y mañana tendremos reunión
de la Asamblea Nacional en los Jardines de Marte.
Quiero quedarme aquí, al menos hasta que pase el confinamiento y todo
vuelva a la antigua normalidad.