Cada cual fabrica destellos de diamante
en ojos de criaturas frágiles, en las que un sollozo pleno
es indicio de un suspiro de más, un aliento
que con los días y la resignación se aprende a redimir
-con el silencio y sus aliados- en un nuevo aliciente,
en un bálsamo para la propia existencia.
Ellos aprendieron a alimentarse del ocre
que camina en sus pies y tatúa sus pieles;
a beber el elixir carmesí
que ellos mismos confeccionan;
a ser una pausa viviente entre el caos y el sosiego;
aprendieron porque nada más les queda
entre el aliento de treguas en descomposición
y el aroma de azucenas granates,
crecientes entre las espinas que nunca fueron suyas.
Soportan el peso de las experiencias
que resucitan para morir de nuevo en sus propias manos;
la conciencia de conocer la liviandad de sus vidas;
y el tonelaje de sus acciones.
Son la metamorfosis de sementales dóciles
ante portentosas yeguas de acero.
Pero ellos también se visten de igual brío para sortear el destino,
jugar su vida a los dados y esperar que en el próximo lance
les favorezcan con un número mayor.