Alberto Escobar

Isla Blanca

 

No supiste renunciar
a tu gloria. Fuiste preso en
las telarañas del orgullo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Su madre —Tetis— que lo conocía mejor que nadie
predijo que su vida iba a ser corta y gloriosa.
Es verdad que esta diosa —como todas las que conozco—
juegan con la ventaja de tener bola de cristal donde el iris
de los ojos; ¡qué le vamos a hacer, era diosa!
Antes de adivinar que albergaba entre sus pliegues histéricos
la esencia de un ser excelso, ya supo de su infausto desenlace,
y con ello dispuso sepultura en la Isla Blanca del Mar Negro —isla
que da la bienvenida cada día a las aguas fangosas del Danubio,
que resignado se entrega a la inmensidad del mar.
Ya siendo joven, Tetis lo sumergió en el remanso del himeneo
del rey Licomedes, natural de la isla de Esciro, para alejarlo sin
acierto de Troya y sus tentaciones. Su hija, Deidamea era una de
las sirenas que nadaba entre medio de sus aguas, la cual acabó
sucumbiendo a sus encantos —algunos dicen que tras ser violada— 
hasta darle un tierno retoño, que termino siendo su digno epígono.
Su vida transcurría como el reguero incesante y sereno de un arroyo
andalusí que se alargara en descenso hasta los jardines del Generalife.
Todo era placidez y tedio en iguales proporciones; su hirviente sangre
le exigía otros avatares de los que —allí— no podía siquiera concebir
la mínima noción.
El destino en forma de Odiseo llamó a su estancia, y este —vestido de
vendedor ambulante—puso a su vista el escudo y la lanza que servirían
de señuelo a la causa de una Troya que amenazaba victoria sobre los
voluntariosos aqueos.
El vinoso mar del Helesponto precisaba de su concurso.
Tras consumar su anunciada muerte conoció los bajos fondos del Hades
y el estrago que las \"Cabezas sin vigor\" —que ya pronunciara el
ingenioso Odiseo tras su visita al infierno—infligieron sobre el ánimo del
más ligero de pies de todos los hombres fue de consideración.
Su arrepentimiento fue repentino y furibundo. Se le vino a la mente
con toda la fuerza de su contrición el himeneo, su hijo Neoptólemo, su
progenitora madre y toda su entera casta.
Tanta era la añoranza de pasados tedios y monotonías.
La hormonal disposición del Hombre conjuga los deseos y los tiempos,
casa la heroicidad con los pensamientos y los pensamientos con los flujos
sanguíneos que de fuego enervan las intenciones.
Con el refresco del invierno que se acerca, los rigores del extremo se van
atemperando a la bajamar de las corrientes, que de lunares conservan algo.
Se acabarán los días agradeciendo el pan y la sal, con algo de agua, que para
contentar el apetito esperen tras cada manjar, y se llegará al fin del trayecto
queriendo que —como Diógenes frente a Alejandro—\"no se nos quite el Sol\"
que a diario nos compensa de la manta.