Llegas a casa y ya está, vuelve el que se había ido y no venía
desde que acabaron los malos años
de amargura en la boca, nudos en la garganta, ojos ardientes y apretados.
Y en realidad no ha pasado nada. Y no tiene maldita explicación. Pero todo se aleja a eones de distancia
Y tú te quedas solo en el fondo de un platillo
y buscas el modo de salir de él
pero tiene el fondo curvo y no llegas a auparte al borde.
Y coges carrerilla y ruedas como una bola de pinball
te quedas a escasos centímetros y vuelves a caer.
Y te acuerdas de aquel visitante que un día llegó a tu casa
y apagó todas las luces, quemó todos los segundos, nubló todos los cielos.
Y no se iba. Y pasaban los meses. Y no se iba. Y pasaron dos años. Y no se iba.
Seis semanas para notar los efectos, medicamentos de acción acumulativa.
Ansiedad, anhedonia, temblores en las piernas, rampas en las plantas de los pies.
Sudor, miedo a la calle, miedo a mi madre, miedo a mañana, miedo al ayer y a los recuerdos.
Y un día y otro, y una semana y otra, y un mes y otro. Y visitas al psiquiatra. Y esas horrorosas ganas de morir y desaparecer que me asaltan mientras camino por un parque.
Y ese dolor que me aplasta mientras camino por una acera. Y un día, y otro, y una hora y otra.
No se acaba, pero todo ha acabado para mí. Ni siquiera puedo pensar, ni siquiera puedo dormir, ni siquiera puedo comer. Nada me produce alegría, placer o ilusión.
Tengo un miedo negro, vacío, insípido, incoloro e inodoro, hecho de nudos en la garganta, de dientes apretados, de llantos que no alivian.