Allá entre intervalos en el aire,
el triunviro dibuja escotillas
sobre los jadeos de sus compañeros.
A través de ellas se observa a sí mismo
piloteando máquinas fabricadas por su propia mano,
que funcionan con el combustible agónico del oro fundido,
líquido como la sangre y asumiendo su oficio.
El triunviro conduce, a través de la fantasía y la realidad,
a las nupcias entre el poder y el honor,
y juzga en el camino las distancias imposibles entre mares y ríos;
y cómo los ríos se tornan más largos que los mares
cuando las máquinas le impiden al César el retroceso.
Quiere seguir abriendo escotillas
pues no había visto acciones semejantes ni en los mejores teatros.
Sin embargo, la estancia es limitada al final del pasillo
y el interés del triunviro cercena su ímpetu
al revelar a un supuesto hijo de Dios entre los hombres,
muerto por la traición de uno de sus discípulos.
Cierra la escotilla final cual estocada al enemigo
y comienza a dibujar con pluma y flecha
el fresco de su propia historia;
espera que las máquinas no le impidan regresar
y el imperio reconozca a un solo rey.