Ensimismado en el lecho
de su estrafalaria habitación,
siempre rodeado de antiguos recuerdos
e ideas prehistóricas.
Sus proyectos retumbaban
en sus tambores ancestrales.
Con frecuencia miraba por el
ventanillo rojizo de su agitado
corazón,
hacia los retóricos humedales
de pisadas que pasaban por delante
de sus ojos,
en aquella mañana debastada
por su conciencia primitiva.
Embriagado por la soledad de
de aquel momento salvaje.
Intentaba cabalgar, galopar,
furtivamente por la ancha acera
que tenía en la avenida empedrada,
en la parte derecha de su alma.
Montando su asno blanco
se precipitó al vacío.
Se afeitó un poco el bigote,
se recortó las patillas,
cogió sus armas de fuego y
disparó peladillas.
Para regocijo inmenso
de niños, abuelos y de alguna
que otra ardilla...