Sus manos rezan encallecidas
de pasar página.
Desde el ventanuco del desván miro minucioso la labor.
Los labriegos, con pañuelos tronchados y blancos sobre la cabeza,
aguantan los embates de un sol inmisericorde.
Uno de ellos —tan anónimo— advertido de mi voyeurismo, levanta
la cabeza y se me queda mirando...
Intenta descifrar el indescifrable enigma que me mantiene quieto
tras el tibio cristal que me parapeta de su sacrificio.
A los pocos golpes de su segundero devuelve la cabeza a su sitio.
La vida sigue, su vida sigue y es esa... diaria, zanja que te zanja.
Sea el sol de soberana justicia o se oculte por entre un nuberío
que amenace, salgan ríos del cielo o granizos que semejen
la metralleta de un avión enemigo, el labriego acude a su cultivo
sin imaginar siquiera su falta.
Cada día, sus sufrientes cinturas rinden culto a la tierra,
sin desmayo que haga acto de presencia.
Tras salir de mi ensimismamiento y siguiendo su ejemplo,
hago prenda de uno de mis mejores libros, lo oriento a contraluz
y me engolfo en sus adentros.
Cada día, apenas en silencio.