La crueldad
clasificatoria
de mi padre.
La taxonomía despiadada
con la que encasillaba
cortando, cizallando, guillotinando,
sin titubear frente a la sangre,
a la tortura,
los ejemplares, las muestras, los especímenes,
para introducirlos en los ficheros, en los archivos
de su Wunderkammer,
un productivo sistema de imprescindible crueldad
de la que se vanagloriaba.
El desventurado ciervo volante que entró,
por un fatal error, en su escritorio en penumbra,
a lo mejor buscando
la frescura de un jardín, engañado
por las plantas del balcón, caído
en una trampa mortal
de donde ya no le fue posible evadirse,
capturado
y clavado
sin piedad ni reparo
en el marco de un cuadro,
un marco de antigua y dura madera.
La admiración de mi padre, observando
los esfuerzos titánicos
del coleóptero, la fuerza
desesperada y concentrada en el intento
de desclavarse: “Pero, ¡mira
cómo ha recortado la madera
con sus mandíbulas!”, dijo.
En ningún momento
se le ocurrió desclavarlo,
llevarlo afuera, al aire, a la luz, liberarlo,
a ese miserable Gregor Samsa caído en las manos
de un verdugo imprevisto, inesperado,
víctima, a su vez,
ese mismo verdugo,
de un idéntico destino,
un destino
que tuvo clavados a los dos
en un marco de dura madera,
una madera antigua y preciosa,
valiosa por su tallado y su rareza.