Bésame de los besos
de tu boca.
Estaba solo, en el sórdido filo de una navaja.
Allí lo pude ver, postrado, esperando un seguro desenlace. Lo pude ver
porque alcé la vista de mis asuntos como llamado por una providencia
particular, la de los pájarillos que pasan leves por la vida.
Lo pude ver por suerte porque minutos antes paré de ensimismarme
en unos asuntos que me traían y llevaban. Iba de camino de vuelta a
la oficina, tercer piso de un hormigón como tantos otros, informe e
impersonal.
Decía palabras que no podía entender en mi ignorancia del lenguaje
ornitológico, mas era insistente el quejido, y quedo, casi inaudible,
y de un dramatismo que erizaba la carne.
Me acerqué con cuidado, como expectante, y sin guantes lo cogí en el
centro de mi palma derecha, así podría escudriñarlo en todo su contorno.
Tampoco llevaba mascarilla —como es mi costumbre—, no podría imaginar
que una criatura de tal pelaje y fragilidad pudiera albergar nada nocivo.
No valió ningún miedo a la piedad que surgía en mí.
Para mi regocijo seguía emitiendo esa sobrecogedora vocecilla. Por suerte,
no muy lejos, había una pequeña fuente callejera, y con alguna gota pude
calmarle la sed pero me faltaba el hambre. De seguido, repuesto en un
ápice de su postración, principia a boquear elevando algún decibelio la
súplica susodicha; pero no tenía nada que ofrecerle, ¡A ver, que podría yo..!
Como a falta de pan buenas son las tortas acerqué mis labios a los suyos,
con la suerte de producir en su espíritu una reacción vivificante. Cada vez
mayor era su vitalidad, hasta me pareció verle florecer como una rosa.
En ocasiones, el amor y los besos desatan estos milagros.