Allí estaba, veloz como un fantasma,
atravesando la extensa llanura gris,
lúgubre, y densa como niebla embrujada,
mucho más allá de la noche.
Los dioses ya la habían visto.
Con un soplo veloz como estrella fugaz,
la llevaron a su destino presuroso,
sin el más mínimo esfuerzo.
Era inevitable aquel infortunio final.
Un grito alado y desgarrador se apagó,
un silencio profundo en un abismo hundido,
y el tiempo se la llevo para siempre;
aquella pena, había terminado finalmente su tormento.