No tenía la culpa
de haberse enamorado de repente.
Su color de belleza esplendente
le anunciaba grandes momentos
para su vida.
Había mirado su sonrisa festiva
y descendió ligeramente,
casi sin hacer ruido
a su recinto privado de alegría.
Se enamoró de la silueta de su ternura,
de las curvas de sus ojos otoñales,
de su nariz respingona, agradecida,
de la nostalgia infinita y poderosa
de sus labios...
No tenía la culpa
de que el amor llegase nuevamente
como corrientes de aire
a sus hormonas vacilantes;
y que el color chillón de su primavera
reventara como un ciclón,
arrasando los pasillos estrechos
de su alma.
Caminaba con la mirada extendida.
Su silueta salpicaba de placer
las esquinas ocultas del destino,
las aceras empedradas de las calles...