Alberto Escobar

A modo de comentario

 

El colorido del cuadro es
realmente subyugador.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Jesucristo —de intenso rojo bermellón— emerge de entre la multitud
para certificar la paz en esta guerra.
Las huestes enloquecidas de contento, y habiéndose cobrado a buen seguro
su consiguiente botín, hacen la retaguardia a tan magna aparición.
Con la batalla recién cocinada sobre las escudillas de los vencedores
se antepone la llama de la concordia, a la que las masas sedientas
de sosiego rinden pleitesía de hinojos, y con ojos elevados de admiración
a un cielo todavía plomizo del plomo de la discordia.
La diversa gente que se congrega, en ejemplo de los distintos estamentos
vigentes a la sazón, trata de avenirse a un equilibrio necesario y urgente.
La explosión del colorido que como bote de pintura derramado se cierne
sobre la escena, da testimonio fehaciente de la capitulación.
En la angostura del espacio pictórico se sustancia toda la gama social, que
mira al espectador a propósito de adentrarlo en el entusiasmo reinante.
Todos se rinden a la maravilla de la presencia, todos enervados de emoción
y afanosos en la tarea de dar alberge al verbo en la divina ciudad imperial.
El general que escolta al ungido debe ser, si no el propio pintor, un deudo
muy cercano, porque así solía ser a modo de firma inconfundible.