Se tatuó el nombre de ella
en la parte central de su cerebro;
allí permanecería mientras
durasen los inviernos de sus vidas.
Todas las mañanas
recorría el sendero de las fuentes
de aguas cristalinas,
en el trayecto diario de su existencia...
Quería refrescar el cansancio
inoportuno de su alma melancólica,
asediada por la ternura de los reflejos
otoñales,
en su mundo de dulzuras repletas y
verdaderas.
Se tatuó el nombre de su amor
en la frente de su corazón,
lo limpiaba con las lágrimas de su sabiduría.
Y lo alimentaba con los suspiros
del cariño eficiente de su bondad
llena de nobleza y misericordia perpetua.
La paz equilibraba los ecos latentes y
repentinos
de su ilimitada caballerosidad;
de aquellos atardeceres inconstantes,
en los tortuosos y angostos caminos
de su deambular por el lindero
peligroso e impetuoso de la vida...