Aquella mujer que una vez pintó,
aquella que se esconde en un paraíso destruido,
aquella a quien le quitaron la corona,
y para cubrir aquel vacío
le colocaron un par de casas, una iglesia y un río
para que calle, y en su mente desemboque
un pequeño riachuelo
que no alcanza mojar el suelo,
manda callar la gente, que aunque mira no comprende,
que las marcas de su cara,
son el resultado amargo
de algo que un día tanto amara,
en sus ojos se refleja el fétido recuerdo,
de un mundo en equilibrio,
que volviendo la cara atrás
en un infinito vagabundo se perdió.
Ya no puede detenerse en pie,
tanto peso no logra contener,
le duele ya el cogote,
y siente que el temor
le está volviendo un quijote.
Inestable es ahora su mente,
porque pierde la mirada,
en la mirada de otra gente,
porque piensa de la realidad un espejismo.
Inefables son los sueños de mi dama,
innumerables las tristezas que acompañan,
se hizo un vestido de promesas,
y a cada paso, al barro se hacen inadvertidas,
olvidadas y empobrecidas,
no le importa quien por sus calles transite,
mucho menos lo que de ella musiten.
Relegada esta la gente en su memoria,
no conoce de nombres,
pues la gente es desdicha y no gloria.
No usa guantes tampoco usa zapatos,
pues al mundo destrozarían sus manos,
y con sus pies caminaría a prisa
tratando de escapar de esta gente
que en sus cabellos se desliza.
Sin conocer el dolor que causan,
ignorantes a su ruego,
pues pensamos que la vida es un juego.