En las negras arcas del nuevo mundo
hay una bestia que se alimenta eterna,
acecha, babea y camina enferma,
cimbrando los techos del inframundo.
Los nuevos hombres gimen heridos
bajo el azote de aquella bestia,
soportan el tiempo que les resta
mientras se tuercen afligidos.
Los llantos se alzan impotentes,
los rezos permanecen rendidos,
y con los espíritus podridos
los hombres permanecen ausentes.
¿Qué será de este siglo, de esta raza,
donde la armonía se despedaza?
¿Qué será de la bestia, de su odio,
de su furia y su veneno,
donde impera y lastima su retrueno?
La bestia llega sin rostro y con espada,
la afila en mi cuerpo y en mi cara.
La bestia aúlla entre mi carne
y se derrama por mi baba.
La bestia besa odios y relámpagos,
y deja mi cabeza hueca y lastimada.
Ay de mí que grito en la caída.
Ay de mí que gimo a cada herida.
Ay de mí que navego entre los truenos.
Ay de mí que habito en sueños negros.
La bestia llega con su cabalgata de escorpiones,
con su estela de llantos y alaridos,
y en el siglo
se derrama una tormenta de aguijones.
Dame de beber tu leche, madre negra, sangre madre.
Deja mis heridas lentas, madre roja, sangre negra.
Caigo en el más hondo silencio.
Caigo en el más terrible olvido.
Caigo en el más ácido lamento.
¿Qué danza, qué rito, qué alabanza necesito
para librarme de este castigo maldito?
Ay de ti que sonríes como la muerte,
ala de cristal, espejo sin reflejo.
Ay de ti que giras como el viento,
caricia amarga, ojo negro.
Ay de ti que avanzas como el tiempo,
en busca de víctimas resplandecientes,
babeando hilos de sangre en otro espejo.
—J. Moz