Para Gloria, que nunca aprendió.
A los dieciséis años se dio cuenta de lo bella que era y decidió que nunca envejecería, pues no quería, no podría vivir sin un rostro hermoso. Los años pasaron veloces en las hojas de papel del calendario y en las hojas doradas de los otoños y un día encontró en sus espejos mundanos las primeras arrugas, la incipiente flaccidez de sus mejillas. Recordó entonces su decisión y, cuando estuvo sola en casa, llenó la bañera de agua tibia, se introdujo lentamente en ella y se dispuso a cortar sus aún delicadas venas, finas y azules sobre su piel marmórea. Entonces acudieron a su mente las imágenes del día de su boda, los días de pasión y de risas, el rostro de su marido arrobado de felicidad cuando dio a luz a su primer hijo, y a la segunda, y a la tercera; recordó las noches sin dormir cuando enfermaban, la alegría ante sus primeros pasos, sus primeras palabras; recordó sus abrazos y sus besos, sus llantos y sus rebeldías. Y, sobre todo, recordó el amor que daba, el amor que recibía.
Murió a los noventa y un años, rodeada de sus hijos y sus nietos; y mientras ellos lloraban ella partió sonriendo, pues había comprendido a tiempo que la única belleza que importa, la única que merece la pena conservar, es la de vivir una vida plena.