1
Los militares llegaban como de la mano de alguien que no es nadie.
En sus ojos se reflejaba un vacío que les urgía llenar.
El aire flotaba amenazante,
tan frágil, tan delgado:
algo horrorífico habitaba en su transparencia.
Bloquearon las calles,
helaron el aire,
punzaron la calma.
Después se petrificaron en guardia.
¿A la espera de qué?
Transcurría el tiempo y no sucedía nada.
Nunca el aire había sido tan pesado.
Nunca la calma había sido tan agitada.
Nunca la espera había sido tan angustiante.
De pronto se escuchó un estruendo.
Pensé lo peor, pero no,
algo se había caído en una calle cercana.
El sonido provocó un ladrido.
Luego otro. Y otro.
Una jauría se afanaba en el aire.
Los militares permanecían atentos, estáticos,
como si la nada los fuera a atacar.
Y yo no hacía nada,
solo gritaba por dentro.
Y yo no decía nada,
solo lloraba por dentro.
Los ladridos desistieron pero un chillido,
un chillido infantil brotó lejano.
Pensé que estallaría un coro de niños
en ese aire tan frágil, tan delgado,
pero no sucedió,
como no sucedía nada en esa
zona muerta, olvidada,
tan viva y tan presente,
tan plena y tan luciente,
esa zona tuerta, desolada.
Después del chillido se hizo el silencio,
un silencio ofensivo, asfixiante
acaso una taquicardia en el aire,
un soplo en el corazón de la calma,
un infarto en cada mano armada.
Los militares permanecían atentos, estáticos,
¿a la espera de qué?
Solo Dios sabe.
Dios en el cielo.
Dios en el aire.
Dios en la tierra.
Dios en la nada.
2
¿En qué momento se disolvió
aquella opresiva, aparente eternidad?
Los militares iniciaron la movilización,
avanzaban como de la mano de alguien que no es nadie.
En cada soldado brillaba una mirada maquinal
y en sus armas
se balanceaba una muerte pendiente.
Yo los miraba asustado
sin hacer nada, sin decir nada.
Se dirigían rumbo a una zona residencial:
la guerra contra el narco.
Y la gente huía de prisa
buscando un refugio, una salida,
o al menos, un rincón.
Un estertor se desataba en el cielo:
helicópteros, gritos, disparos.
Quise correr.
¿A dónde?
Quise volar.
¿A dónde?
No tengo familia,
ni amigos ni perro;
la pobreza es mi bandera,
la calle es mi nación:
¿a dónde huir, con quiénes,
si solo soy hijo de la nada?
Las puertas de la residencia fueron derribadas.
Gritos, pasos agitados, disparos:
penetraba un odio de metal.
3
Todo sucedió aprisa,
eternamente aprisa.
Ahora el aire está quieto y sin embargo tiembla,
algo horrorífico habita en su transparencia.
Y aún quiero correr y sigo inmóvil.
Y aún quiero volar y no haga nada.
Sería mejor desaparecer,
desaparecer de esta vida lastimada.
De repente,
como si hubiera despertado de la realidad,
me veo en un campo de lenguas ya sin sed, ya sin hambre.
Ahí unos niños llorando alrededor de un cuerpo:
era su madre.
Allá un perro gimiendo alrededor de un cuerpo:
era su amo.
Aquí una mujer gritando alrededor de un cuerpo:
era su esposo.
Acá unos soldados levantando un cuerpo:
era su compañero.
Y los miro a todos,
los miro ya sin estar asustado.
¿Para qué correr, para qué volar
si ni la muerte me hace nada?
Tal vez no es tan malo ser nada ni tener nada,
¿por qué a qué se le llora cuando eres
hijo de la nada?
Solo Dios sabe.
Dios en el cielo.
Dios en el aire.
Dios en la tierra.
Dios en la nada.
Lo que darían esos niños, ese perro,
esos soldados y esa mujer enamorada,
lo que darían en este momento
¡con tal de no sentir nada!
—J. Moz