AL OTRO LADO
Había construido aquel pequeño puente con sus propias manos; había seleccionado con cuidado la madera de los restos de un viejo barco varado, y amorosamente le había dado forma durante semanas con su mismo sudor y alíento. Le impulsaba, lo sabía, una necesidad para la que no tenía nombre, que iba más allá del deseo, del anhelo y de la añoranza: pues si necesario es comer y respirar, lo que sentía requería de un vocablo inexistente para poder expresarlo.
Aunque no importaba, pues el puente estaba terminado y ya sólo restaba cruzarlo.
Dio un paso y luego otro y otro, con sus pies devolviéndole la solidez de su trabajo, como si se anclase en los propios cimientos del mundo; caminó entre espigas tocadas por el fuego del sol y recordó otras espigas, aplastadas bajo hierros retorcidos, rojas como la sangre que escapaba de los cuerpos de su esposa y de su hijo.
Por un momento perdió de vista la playa, como si cruzase una neblina que no estaba allí; parpadeó, y entonces vio las siluetas a lo lejos, dando la cara al mar eterno.
- ¡Laura! ¡Pablo!
Se dieron la vuelta: llevaban la misma ropa que el día del accidente pero inmaculada bajo el puro reflejo de las olas congeladas en el tiempo. Todo el paisaje ante él estaba absolutamente inmóvil, pero a su espalda el viento mecía las espigas doradas.
Vaciló, y entonces vio que agitaban la mano, sonriendo. Llegó al final del puente, miró atrás por última vez y comenzó a descender hacia la playa.