Ella era como una tumba añejada, pero no, no como aquella que cubre un cuerpo inerte, sino cómo aquello que florece en esa tierra infértil y devuelve la vida.
Tenía los ojos como quien tiene más historias marcadas en su cuerpo que años de vida, con gestos inusuales de los que solo ella conocía su significado y el recorrido para expresarlos.
Sus manos habían tocado lapiceros como pieles, siendo privilegiadas aquellas que se plasmaban en las hojas que guardaba en su mesa de noche y pasaban a la historia.
Ella creía en la noche como el devoto en el sacerdote, sacando cada espina que en su piel encontrara, dejando todo a un lado y desapareciendo solo por unas horas.