Yo quisiera tener
tus muslos tan poco vírgenes,
tan endurecidos, tan mansamente
quietos, ante la dureza implacable
de la vida, y tu lengua, y tu orgullo,
de mujer dolida. Yo, que apenas
rozo tus estrías. Pero, en silencio,
te vas, sin detenerte, y no adviertes,
en la tristeza del mediodía, que tu gesto
anima y alienta, a todos
los que consolados, dejas-.
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