EFÍMERA
Con los primeros fuegos del alba rasgó su crisálida y sus alas se extendieron por primera vez con una belleza iridiscente. Voló durante toda la mañana, posándose aquí y allá, explorando: ramas, hojas, piedras, empapándose de sol y de mundo; incluso se posó sin temor en la mano de un gigante, que pronto la devolvió al cielo matutino. Cuando sintió hambre, se dirigió hacia una flor que crecía entre las ruinas del castillo donde nació y se alimentó de su néctar, dulce como el placer para el que no tenía nombre.
Fue entonces cuando le vio, uno más entre todos los machos que se congregaban en la cima de la colina. Pero este, lo supo, era especial: era el predestinado: batía sus alas más poderosamente que el resto y a medida que se acercaba a ella el aroma que emanaban sus feromonas se hizo irresistible. Y así fue como copularon durante horas unidos por el extremo de su abdomen, y arrastrada por el macho en su vuelo gozó gloriosamente sintiendo su bolsa copuladora llenarse con el fluir vital de su amado. Finalmente se separaron no sin cierta tristeza y ella voló hacia una planta de flores nutricias para depositar los frutos de su unión, los muchos hijos de sus horas de amor.
Al anochecer, una suave lasitud la invadió poco a poco y supo lo que ello significaba. Pero no tuvo miedo, pues su obra ya estaba hecha: ahora podía descansar. Y posada entre la hierba que la luz del sol poniente hacia resplandecer como esmeraldas, con la luna ya ascendiendo perezosa por el horizonte, su pequeña alma dorada partió hacia territorios desconocidos más allá de la noche.