No sé en que momento perdimos el camino,
cabalgando nubes en la levedad de una risa
o en ese ahondar sobre el murmullo de la piedra
que nos arrancó la piel agrietada de esperas.
Quizás nos distrajimos deambulando ocasos
o nos refugiamos en cada amanecer
con los labios rotos y la palabra a cuestas
calentándonos la espalda.
Y no es que el horizonte ya no abarque una mirada
o que el tiempo haya olvidado sus horas
para correr a abrazarnos.
Es el beso claudicado en el umbral de la boca
o la orfandad de unos ojos
- tendidos como lagos -
cansados de morder el día.
Dejamos entonces de ser cuerpos
acurrucando vientos
mientras la lluvia retoza en los cristales,
o manos enlazando mañanas en el
paseo vespertino por el parque.
Nos alcanzó la soledad,
que hospedada en la vigilia del asombro,
nos dejó el corazón callado,
transitando la delgada sombra que se alarga,
bajo la impasible lasitud de la frazada,
donde nada queda de nosotros.
Afuera comienza octubre a levantarse.
Ana Mercedes Villalobos