De otero en otero,
apuntas directamente
al hueso, y no te quedas
muerto en el estanque
de los suspiros sin eco.
Mintiéndote un rato y,
en otro intervalo, cargando
duramente con tus venas,
vas diseminando tus aullidos,
noble corazón fructífero.
Y en las hojas del invierno,
ves farolillos de penumbra,
tú!, hijo de un común arriero.
Las cabras no te son ajenas,
los montes austeros, ni las uvas
robadas en manada al usurero.
Siempre huele a septiembre
en tu guarida; y, del otoño prisionero,
fabricas y pergeñas
estos extraviados versos.
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