Al corazón que no bulle,
sangre candente.
A la oreja inservible, los cuernos
de Jericó.
Ojos renuentes a ver, que los castigue
la dicha.
Hay que aprender a vivir
al borde del precipicio.
Creer en la maravilla
a punto de explosionar.
El peor egoísmo es aquel
que ni siente.
Para el cuerpo indeciso, un aguacero
de pétalos rotos.
A la insípida vida, una incesante
revolución.
Quien confiesa morirse de amor,
que renuncie primero
a sí mismo.