Dichoso tú, que mueres
sin conocer la envidia de los hombres,
el triste odio de ventana a ventana,
el candor de una elipsis siempre fugitiva,
el odio de los espejos tumultuosos.
De esa especie de vigilia, en que desertan
estampas veraniegas, de esa nomenclatura
que hace a los hombres más pobres, menos
humildes, más homicidas; dichoso tú, que
al menos, mueres sin enterarte
de las miradas de recelo, de los detractores
de todo deseo, de los religiosos azotes
de las disciplinas y las rutinas patibularias.
De todo esto, te libraste, alma buena,
pues ¿no viste? Tu propio odio quedó diluido.
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