A lo obscuro por lo más obscuro y
a lo desconocido por lo más desconocido.
Hay ocasiones en que para entrar en una habitación extraña
sin que nos abofetee la excesiva luz hay que mirar del otro
lado y a otro lado. Así se podría describir la vez en que Adolfo
se vio las caras con el otro filo de su navaja.
Eran las tres en punto de la madrugada, o rozándolas, cuando
una Luna menguante le miró fijo a los ojos desde la lejanía de
su silencio. Tras salir del trance quiso transcribirnos al fiel pie
de su letra las consejas y susurros que depositó sobre sus oídos.
No pudo, no le cabía su lenguaje en la boca para tanto trasmano
y desacierto, era una lengua ancestral la que solo podía hacerse
cargo de semejante disertación.
Entre el fragor de las copas y el tintineo de unas risas compartidas
le dimos al bueno de Adolfo la callada por atónita respuesta.
Quisimos seguir el hilo de la noche atendiendo a su madeja pero
la realidad que se ciñó en torno era ya muy mucho otra.
A pesar de que el reir ambiente era cada vez más contagioso, y
por qué no decirlo, más numeroso, la sombría mirada que caracterizó
sus pupilas desde ese preciso instante aconsejaba sopa caliente y una
buena cama, con cálido y mullido jergón.
Así lo hizo y así lo acercamos a su casa con su coche durmiendo bajo
la dura intemperie de un rocío que ya, a esas alturas de la noche, iba
haciendo acto de presencia por entre las ranuras de los cristales.
Yo, el que os habla, y el séquito de buena compañía que me alegró
aquella noche, como si lo acontecido extendiera un tupido velo sobre
el jolgorio reinante, recogimos nuestros bártulos y nos retiramos raudos
a nuestros aposentos.