Alberto Escobar

Valentina

 

Oso con insistencia mirarme
en el lago de tu pupila.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

¿Dónde estarán esas oscuras golondrinas que dejaron de hacer verano
cuando aquellas cosechas del agosto de mi infancia?
El abuelo, como si de un chaval se tratara, iba trasegando de un sitio
para el otro como primer lugarteniente de su mujer, que era la que
ejercía el mando supremo en plaza. El resto eramos poco menos que
la necesaria comparsa que precisa todo coro bien avenido.
Valentina, que le profesaba desde la cuna una afición desmedida,
se desvivía por escuchar de labios de su abuelo la más truculenta de las
historias que inventaba, o que guardaba en el baúl de sus recuerdos
después de siglos de tradición familiar.
En el albor del día, las sementeras titilaban al fuego que el astro rey
depositaba sobre sus frutos, ya casi agostados de tanto esperar la cosecha.
La abuela, gran valedora de la arquitectura que el trajín diario describía
sobre los quehaceres rústicos, disponía y predisponía la mano de obra cual
si se tratase del mejor de los capataces, profunda conocedora del busilis
que entraña el éxito de la dura actividad campestre.
Valentina, desde la barrera irresponsable que le concedía la edad, miraba
disfrutona el despliegue militar que se cernía sobre sus alrededores,
no dando crédito a la sinfonía de la que su abuela era avezada directora.
Al apagamiento de las últimas luces del véspero, y llamando a su abuelo
para asegurarse la conciliación del mejor sueño, Valentina se desvanece
en el tierno protagonismo del último cuento. 
Buenas noches querida...