Ella,
su donosa compañera
lejos se había ido,
tras un moreno mancebo,
empalagada de besos, en la corriente de un río, de loco frenesí.
¿Qué haría el corazón ciego en el lago de amarguras,
sin el amor de la moza?
si en su pecho se morían los alveoles que a sus pulmones,
aire le llevarían?
Por legítima hombría,
él nunca quiso llorar,
ni decirle a todo el mundo
que aunque pisando vejez,
era dueño del cariño,
que en toda la simpleza de lo mucho que sentía,
era real y verdadero.
No hay razón para vivir cuando te mata la pena,
ni motivos que expliquen ¿por qué tan cruel abandono?
Es la vida que transcurre día a día, sin premura.
Pero ello es para el cuerpo,
nunca, jamás el sentir,
que hace nido permanente, en el alma de la gente.
Por eso aquel varón,
aunque tenía sesenta,
sin poder vivir sin ella,
tomó una decisión
para nada de orden falaz
y en serena noche de luna,
envió a su corazón
una bala de acero
que lo condujo a la muerte
donde moraba la paz.