No queda más que un árbol en lo que ayer fue fronda.
Un árbol solitario
con las ramas abiertas
clamando a un cielo impávido.
Sobrevuelan en círculo sobre la huera copa
desconcertados ángeles.
Con alas doloridas,
las bandadas de pájaros migrantes
que soñaban veranos en la noche del bosque,
languidecen al verse desahuciadas de golpe.
Una lluvia de copos de pluma y ojos náufragos
amortaja el camino despojado.
Lágrimas de resina exhalan un aroma
fantasmal, en el campo.
La última novia virgen
busca en el blanquecino tronco del viejo árbol
iniciales que un día
demasiado lejano
-una tarde de besos-
grabaron con el filo de las llaves
de una casa por la que, ya sin puertas,
corre, mordiente, el viento.
(Dime, amor, que te fuiste
porque no quedan árboles
para jurarnos nuestro amor eterno.
Amor, estoy tan triste...)
Ahora cuelgan candados de los puentes de hierro,
que se oxidan y nunca más se abren,
aprisionando
en el lecho fangoso de los ríos
ahogadas libertades.
Buscando alguna sombra retenida en la hierba,
dos perros merodean por la arboleda ausente.
Amarillea el sol en mediodías de espanto
y los niños aprenden el temor a la muerte.
No hay alfombras doradas tapizando el sendero
para hacerlas crujir, distraído, el poeta.
Con ojos afligidos, la anciana peregrina
recuerda aquel columpio escondido entre ramas
donde prendían ensueños, antaño, las luciérnagas.
Mientras el último árbol tirita de tristeza,
un ejército rojo de hormigas lo abandona.
La canción plateada de las hachas rastreras
atruena,
estrepitosa,
cabalgando a la orilla de la aurora.
Desnudo queda el bosque como una ninfa muerta.
Se incendia el horizonte como si ardieran cirios
al ocultarse el sol
en el más doloroso sepelio de la Tierra.
Bajo el cuchillo negro de un día sin mariposas
cae, desangrado, un corazón...