Ana Vega Burgos

EL ÚLTIMO ÁRBOL

No queda más que un árbol en lo que ayer fue fronda.

Un árbol solitario

con las ramas abiertas

clamando a un cielo impávido.

 

Sobrevuelan en círculo sobre la huera copa

desconcertados ángeles.

 

Con alas doloridas,

las bandadas de pájaros migrantes

que soñaban veranos en la noche del bosque,

languidecen al verse desahuciadas de golpe.

 

Una lluvia de copos de pluma y ojos náufragos

amortaja el camino despojado.

 

Lágrimas de resina exhalan un aroma

fantasmal, en el campo.

 

La última novia virgen

busca en el blanquecino tronco del viejo árbol

iniciales que un día

demasiado lejano

-una tarde de besos-

grabaron con el filo de las llaves

de una casa por la que, ya sin puertas,

corre, mordiente, el viento.

 

(Dime, amor, que te fuiste

porque no quedan árboles

para jurarnos nuestro amor eterno.

Amor, estoy tan triste...)

 

Ahora cuelgan candados de los puentes de hierro,

que se oxidan y nunca más se abren,

aprisionando

en el lecho fangoso de los ríos

ahogadas libertades.

 

Buscando alguna sombra retenida en la hierba,

dos perros merodean por la arboleda ausente.

Amarillea el sol en mediodías de espanto

y los niños aprenden el temor a la muerte.

 

No hay alfombras doradas tapizando el sendero

para hacerlas crujir, distraído, el poeta.

 

Con ojos afligidos, la anciana peregrina

recuerda aquel columpio escondido entre ramas

donde prendían ensueños, antaño, las luciérnagas.

 

Mientras el último árbol tirita de tristeza,

un ejército rojo de hormigas lo abandona.

La canción plateada de las hachas rastreras

atruena,

                estrepitosa,

cabalgando a la orilla de la aurora.

 

Desnudo queda el bosque como una ninfa muerta.

 

Se incendia el horizonte como si ardieran cirios

al ocultarse el sol

en el más doloroso sepelio de la Tierra.

 

Bajo el cuchillo negro de un día sin mariposas

cae, desangrado,  un corazón...