Cuando niño me asombraba el que la luz adelgazada por las rendijas, mostrara universos diminutos. Mi madre decía que era polvo, sonreía, me acariciaba a manos llenas y caricias y seguía en sus cosas, observándome a distancia de la magia. Yo era privilegiado. Tal vez escogido. Como un invitado de Dios a ser testigo.
Y mi mirada abarcaba esos pequeños mundos sorprendidos mientras flotaban y existían. Se alegraban con la brisa que corría tras el calor y danzaban en espiral en un baile de salón. En ocasiones yo les silbaba y parecían tener el ritmo.
Nunca fuimos amigos. Solo vivían sus caminos sin compartirme sus secretos ni parecían escuchar los míos.
Eran mis compañeros transcurriendo al capricho del efecto.
Y a veces estaban quietos. Sin tiempo. Como en aquella tarde aletargada y solitaria en mi cuarto de castigo.
Recuerdo que cuando entró más tristeza a acompañar a la que estaba, todos los mundos caían hacia su muerte en el piso. A las seis, nos asustó el terror de la oscuridad y el frío colándose por entre las grietas. Y yo soplé suave y despejé un espacio sólo mío para también morir de realidad durmiéndome junto a las motas, cadáveres de sus vuelos. Y soñé que creaba mar con mis lágrimas pequeñas para escapar de todo, encerrado en una botella. Y en el cementerio de polvo practicaba mi mensaje: mamá, cómo llego donde vives, allá donde estás muerta ?
#LuisAlbertoR