En desenfrenado cielo se mueven los astros
y desborda el agua mustia en todos sus estados.
La cantera de colores crepita por doquiera
en todas las flores; devasta las nubes
y el horizonte, el ímpetu del viento.
Trueca el sol la sombra tenebrosa y antigua
con su daga afilada de luz y llamaradas.
Ebrios los caminos se balancean
al compás de huellas y estaciones
de viandantes, tránsfugas escarlatas.
Nimban las nubes multiformes a otros cielos
sin color, banderas o ilegales pasaportes.
Pantagruel de jade, coloso de espuma y barro,
implacable cercena trigales y cardúmenes
en su paso voraz hacia el vacío.
Los arcos de la burda armería de Oriente
y occidente, vivencian su agonía y su muerte.
Todo es puntual y confidentemente estrangulado
por un hilo que alambica los sentidos
de ellos, de todos en la terrible esfera.
No hay espacio ya para un copo de nieve parecido
sobre la sabana salobre y de antiguas esperanzas.
No ha de atardecer más entre los troncos
que velan su lugar en noches estrelladas
en la abigarrada sombra de rostros y fantasmas.
Ha de ser el coloquio de búhos, halcones y de hadas
el llanto mejor, o el eco interminable de la espera.
Claro que ha de brillar la luz en las áureas valijas
de quienes escogieron ser muertos de oro, pero
arcángeles del sigilo implacable de la podre.
El borde del abismo se desploma ante los ojos
en los ojos y en las manos de sus cómplices y autores.
La multitud se mueve en sus vórtices negros,
roto el maleficio de ser vino, carne y hojarasca
quiebra su barra, su canto y su alforja.
El astro más alto es el plato donde queda,
donde ha de quedar su insignia insepulta.
El sueño que no salió de su mente hablará
de que no estuvo, de que no fue, de que llegará
un día a ser nada, como al principio: nada.
Y así, unos ojos anhelantes, traicioneros, traicionados
han de acabar trasuntando amaneceres
que no llegarán nunca a estaciones que no existen.
Bolívar Delgado Arce