El firmamento se elevaba iluminado por los antiguos, brillando como los mortales de hace miles de años lo hacían, con el resplandor de su juventud. Mientras en el claro de un bosque un conejo divisaba ese espectáculo en el reflejo del agua. Alza su mirada hacia el cielo buscando la Osa mayor y siente en su pecho la angustia de la soledad.
De entre las ramas de un dormido roble, escucha un sonido que lo saca de su desconsuelo y una hermosa ave vuela, rompiendo el perfecto reposo del ambiente con el delicado batir de sus alas blancas.
Planea armoniosamente entre la frondosidad de los árboles, volviendo a salir al claro y aterrizando para saciar su sed, sin prestar la menor atención al albino conejo que la sigue mirando aturdido, sin entender de donde había salido tan hermosa criatura.
¿Acaso una estrella se perdió del cielo y había caído a su lado?
El ave retoma vuelo y se sumerge en la espesura del bosque, desapareciendo de su vista, y sin pensarlo dos veces, comienza a perseguirla a través de las raíces, rastreando su argenta figura.
La contempla majestuosamente por encima de la copa de los robles. Una estela radiante en contraste con la lóbrega noche. La persigue hasta llegar a un valle en donde la vasta planicie esta veteada de cientos de montículos cubiertos de hierba.
Sube y baja las pequeñas montañas, esquivando las rocas y arbustos que crecen a su alrededor sin perderla de vista. Cruza a través de un rio con su ágil andar, saltando de roca en roca y recorriendo, sin rendirse, un áspero camino pedregoso que le lastiman las patas.
Al advertir que la están siguiendo, el ave eleva su vuelo perdiéndose entre las nubes, tuerce su camino y penetra en un bosque que crece en la ladera de una montaña.
El conejo intenta continuar y seguir el ritmo, pero se tropieza con una raíz y cae de bruces contra el suelo, perdiendo de vista al ave y sintiéndose solo y perdido a la sombra del gigante que lo observa con sus grises y pétreos ojos.
Unas pequeñas lágrimas se desprenden de sus ojos y se desploma agotado sobre la hierba, mirando el cielo y las estrellas que bailan en el infinito hasta que, de entre los árboles, sale el ave y comienza a bailar a su alrededor.
Ambos juegan y corren por el bosque, y con renovadas energías, el conejo se lanza nuevamente a perseguirla.
Juntos atraviesan las montañas, cruzan el bosque y esquivan los ríos. Llegan a un llano donde se eleva un monte tan grande que su cúspide se pierde en las nubes.
El ave le hace señas para que suban a la cima y lo guía por escondrijos y huecos para que pase; lo ayuda a escalar la ladera y, suben y bajan a través de pasadizos. Esquivan las rocas, salta sobre unos montículos y llegan hasta unas escaleras que van directamente hacia la cúspide de la montaña.
Desde allí se escucha una melodía que les alegra los oídos y los invita a subir.
Vuelan y corren hacia el cielo, desapareciendo entre las nubes. Escalando más y más, hasta perderse en el infinito. Entrelazándose por siempre en el firmamento nocturno.