Helena, la alcornoque, soberana del óxido, improvisa con un tenedor
remolinos aeronáuticos en su cabellera, arrastra –en exiguos plazos-
un balbuceo de cristal sin espinas.
Diríase –se peina- si el espectáculo de repentinos ataques, con los puños apretados
no partieran el caparazón del itinerario: greñas a lo manantial.
Callada, vacilante, suele regresar, escondiéndose en su Ego, a la torre de su
violín miope, o sea: su soledad; en donde con lágrimas a chaparrones, y caricias
de gelatina, juró vengar la muerte de su muñeca.