Soledad oscura,
clemente silencio,
lo que necesitan,
mi mente y mi cuerpo.
En la fría iglesia,
el solemne templo,
entre sus paredes
resuenan los rezos.
Los rezos de monjas
ocultas tras velos,
que elevan sus voces
clamándole al cielo.
Y por las vidrieras,
que son sus luceros,
los rayos del sol
dibujan senderos.
Senderos que llevan
a mis pensamientos,
por otros caminos
que encuentren los sueños.
Titilan las llamas
de velas con fuego,
trazando en las sombras
murmullos inquietos.
Las sombras que esconden
profundos lamentos,
de los tristes fieles
que ven todo negro.
Y el cirio se apaga,
susurran los vientos,
el humo se eleva,
perfuma el incienso.
Frente a su retablo,
medieval y austero,
el ara imponente,
vestigio del tiempo,
donde se proyecta
simbólico el cielo,
sobre el duro banco,
al Dios del madero,
contrito y medroso,
faltando el aliento,
a ese Dios anónimo
hincado en el suelo,
con la voz gastada,
apretando el pecho,
al Dios en que creo…
le cuento mis miedos.