Esteban Mario Couceyro

El tren a París

Janelle, en esa fría mañana, esperaba el tren a París.

La niebla apenas dejaba ver la luz, el tren se acercaba con lentitud, como su propia vida.

 

Ella había decidido cambiar el destino de su existencia, abandonando Draguignan, un pequeño pueblo de la Provence, con sus afectos gastados, padres, esposo, amistades y hasta ese trabajo de maestra inicial, en la escuela.

A los treinta y cinco años, su experiencia había chocado contra la monótona rutina. Sus padres ancianos y hasta ese esposo laborioso del viñedo, ausente del afecto que ella demandaba.

Las amistades, le parecieron insoportablemente simples, con sus mezquindades pueblerinas.

El trabajo, como esas obras de teatro, que aburren al tramoyista, día a día los mismos niños, aunque sus caras cambiaran, cada año.

 

Niños…, no pudo tenerlos y su esposo le recordaba casi a diario, que su esfuerzo..., su viñedo no tendría quién lo atendiera, cuando él fuese viejo.

 

Janelle, no soportaba más esa agobiante situación, por la mañana hizo la valija, tomó algo de dinero, sus documentos, se puso una gabardina gris y tomó el paraguas pues llovía.

Caminó las diez cuadras hasta la estación de trenes, pidió un boleto a París y salió al andén.

 

El tren, llegaba con estrépito de metales, el bullicio de los pasajeros, aparece al abrirse las puertas en medio del vaho cálido del interior, mezclado con el diésel de la máquina. Janelle, toma la valija cierra el paraguas, en el otro extremo el guarda suena el silbato y las puertas comienzan a cerrarse.

 

Muy despacio, el tren se mueve, la locomotora acelera su rugido y el tren es tragado por la densa niebla.

 

En el andén solo queda Janelle, abriendo nuevamente el paraguas, mientras mira como la última luz del tren desaparece.