Amada mía, con mis labios
el ósculo redentor forjó una cruz en mi boca,
y sobre sus leños, te has colocado, atolondrada…
en los resabios de tus zozobras
se anuncia que ha vertido el Cristo agua bendita
en sus mejillas, en expiación de ajenos agravios;
en esta noche de agonía,
la oscura luz es más clara
y así, el ente de fuliginoso traje rebosa de regocijo,
y truje su ósea estructura...
en la penúltima estación de mi vía,
la caída se me depara,
reiterada caída en la sublime insensatez
del beso mundano;
oh, mi deidad, tú y yo sujetados de la mano
bajaremos al sepulcro en acto jactancioso,
y nuestro desconsuelo será mustia flor,
y por la unificación de nuestros seres, con sumo fuego,
-en esta certidumbre que yo imploro y tú imploras-
al contacto de nuestras cadavéricas bocas
cesarán las amonestaciones de tus ojos
y morirán mis injurias, postrado ante ti…
sólo entonces, como legos,
nos iremos al sueño eterno -unidas nuestras manos-.