Entonces lo vieron merodear en la entrada principal de la cultura, en los museos, en las exposiciones, en las galerías de arte, rondaba como el buitre que es al quitarse el disfraz traspirarando generosa gratitud al querer separar los bienes de mi pueblo con su idéntica fullería de jugar al póker con el progreso: un plan perfecto para nombrarse a sí mismo un seductor en los recitales del patrimonio y del acervo a la altura de su ética laboral que impresiona al capitalismo y a la escritura, sintiéndose el patrón de la estrategia: los antiguos ritos que no soporta la tertulia ni a los grupos a donde se ha ido abastecer con la grandeza de mi pueblo, subiendo fotos que no le pertenecen como una segunda opción de mantener la insignia al sentirse favorecido: el estandarte que si no mueve gente no produce: un reino en donde pudiera florecer su prostituida dedicatoria de ensuciar el alma del poeta con su maldito aullido de aforismo ante la dura tierra de mi pueblo y su maldita regla de insulto ante el soplo del verso. Recuerdo su boca de establo oliendo a tripas de insectos muertos, lo recuerdo porque elogiaba con anticipada algarabía de elocuente cumplido para después burlarse con su escupida cirrosis como buscando explicaciones de como fecundar a las ranas, es decir: darles un taller con un clavo de olor con azúcar y un acta firmada cargada de flores sindicales aunque éste sea el mismo usurero con la jicotesca política de arrogante humildad -de no saber nada-, -alguien que levanta la voz y es astuto con el progreso- , de esos asnos domésticos que nos asombra con su lengua de larva chillona como todos los que crecen con el manejo de la astucia de ser dadivosos con el cinismo del convencimiento y la excusa del acreedor como si la áspera humildad tuviera doble atención con su horrenda dentadura postiza. Lo han visto merodear por voluntad divina como si entrara al paraíso de su grandiosa estupidez y ser el intrépido de vencer la historia, obligado a darle la cara donde conserva la confesión firmada por los escritores de mi pueblo a los que nunca invita y si los convoca es como si constituyera un estremecimiento moral de su delicada consideración a la imagen propia de sentirse el héroe ante el convenio social de ser público.
Y su escudo reconforta el cambio para darle máscara a la escena, al aplauso y a su digna pestilencia de ser el propietario de su empresa: la valija de la conveniencia donde retiene lo sucio del dulce estiércol fermentado, cubierto con algunas hojas del diccionario, el escarabajo hecho de arcilla esculpido con los elogios de la política.
Papantla, Ver, México
01:2330072020
Bernardo Cortes Vicencio