Lucas Gress

Del niño y sus desencantos

El niño está enfermo.

Ve muecas, cadáveres, miedos y deseos encarnados en la piel

igual a una astilla ponzoñosa alojada cada vez más en lo profundo

de los músculos y hasta el hueso.

 

El niño está perdido,

atrapado en el estante vacío, donde los arrebatos y las semillas de la maldad,

brotan cual telarañas y polvo,

dejándose un cuadro de olvido y  zozobra.

 

El niño está cansado,

y ambulante sueña una manera de brincar el mundo

y consolar el silencio de la habitación con un deseo de fuga.

 

El niño es idiota,

porque con sus semejantes se recibe cual espejos sin fondo,

y en el reflejo queda perdido en una imagen propia, ilusoria,

trastornada, que no alcanza a descifrar más allá de esbozos infantiles.

 

El niño está roto,

porque no es sino un cúmulo de pedazos desperdigados por el suelo de la realidad,

piezas que de vez en cuando el viento une bajo causalidades extrañas,

casualidades ridículas, azarosos triunfos y venenosas verdades.

 

El niño se cree estar muerto,

es paranoíco porque no cuenta el tiempo sino de adelante hacia atrás,

una cuenta regresiva sin números pero de súbitas advertencias que nublan sus agallas

y lo postran 2 metros bajo tierra en una urna de cristal.

 

El niño está solo,

juega entre espacios vacíos, juega pintando muros,

juega amando cuerpos que se transforman cada cierto tiempo,

cuerpos que lloran y ríen sólo al antojo del desdichado.

 

El niño no tiene un pasado,

porque nunca ha sido nadie, porque le fue vedado un nombre

-y en su lugar se incriptó en su frente una etiqueta-,

porque nadie señaló apropiadamente el objeto delante de sí

ni le enseñó a pronunciar esos nombres difíciles, esos adjetivos trastornados;

ni a leer las miradas y ademanes llenas de mensajes y gritos

para encontrar el nombre no otorgado en los rincones extraños de este mundo.

 

El niño llora y ríe en su cuarto

el niño no atesora sino su mundo,

ese mundo echo pedazos de olvido,

mundo de páginas en blanco que se mueven sin orden

que se mueven sin ritmo

que se mueven en un azar similar al de una jugada de dados

y que no enseñan sino lo mueven

lo giran y lo retuercen 

y lo encaminan a un calabozo más profundo

en su trastabillar corrompido hacia el corredor de una sola salida.

 

El niño está triste, enfermo, trasnochado,

el niño es el mundo,

y siendo causa y efecto al mismo tiempo, 

el niño está agonizando.