Un alma, toda presencia, en un arrebato,
y la conciencia de la distancia en el vacío
aumenta el caudal del torrente sanguíneo,
la consistencia acre de los días muertos
se compensan con los labios de lo infinito,
sagrada inmensidad, inmensidad, inmensidad;
y el tranvía de la demencia que entregado al vicio
de la virginidad de los páramos vuelve,
en un eterno viaje de partidas y retornos,
vuelve, siempre vuelve, una y otra vez,
una vez más, para estacionarse en el iris
que se calcina en la incertidumbre;
las manos, siempre las manos, se quedan,
nunca se van, adheridas sobre la piel,
en una eterna caricia que puebla los silencios
de los seísmos en los ojos cerrados que lloran
que siempre lloran anegados en amorfismos,
y en las curvas féminas de la vida ronda
el despotismo de la luminiscencia que espira,
y en la vida tan diáfana se proyecta la imagen,
imagen bermeja bañada del líquido vital,
porque es más habitable el glóbulo inconsútil,
esférica alternativa arrebatadora de la paz,
que compensa la vacuidad de la materia,
y satura al alma con la consistencia etérea.