Esa explosión en Líbano,
cargada de átomos y voces
y de tensión final en todo el aire,
preñó también la sangre de las víctimas.
Las carnes de la muerte sacudieron
el polvo de explosivos y de gases
ante los ojos de quienes cayeron
como traste viviente, agonizante.
Cómo triste agonía en un instante...
Esa explosión en Líbano parió
una hecatombe breve, asoladora,
centrífuga y letal, de ciegas sombras,
en medio de una luz tranquila y sobria.
Nos duele hasta los huesos la desgracia
como si todo el mundo hubiese sido
alcanzado en desiguales formas
por el temblor de ondas de amoniaco,
por el crujir creciente y demoníaco
de aquel vapor ruidoso que ha cubierto
el puerto de Beirut y cuerpos cientos.
En Beirut, insospechadamente,
reventó la desgracia, y hoy nos duelen
los ojos y el oído... hasta tumbarnos
otra explosión de miedo en nuestras almas.
Hay eco y más ceniza propagándose
por todo el mundo, y cubrirá la tierra
hasta fundirla en luto y humareda.