A través del cuerpo de Eloísa se transita con facilidad, ya sea con las manos, con la lengua, con los labios o con todo el cuerpo. Es un territorio que a primera vista parece normal, pero una vez que se adentra en las zonas benditas el caminante se extasía y no quiere salir jamás. Cada zona tiene un sendero y cada sendero culmina en cascada. Qué aguas revolotean en la caída. El amante debe tener cuidado, ya que puede embriagarse; incluso, ahogarse. La sensualidad de Eloísa es un embrujo divino: invoca, marea, induce a pecar. Poseerla es una catástrofe naciendo.
La noche.
La noche anhelante de placeres.
La noche palpitante en cada mano.
La noche embriagante en cada poro.
Ah, la noche, la noche...
Y ahí está Eloísa con aquel hombre, Ariel. La conversación ha sido breve pero significativa; los silencios, largos pero llenos de miradas.
La pista de baile aún no se abre; no obstante, la bebida y los cigarros mantienen el ambiente enfebrecido y se dan las oportunidades de la cercanía y el calor. Ariel rompe los límites: la boca reptando en el cuello, en la mejilla, en la boca de Eloísa. Ella, acostumbrada a sentir la misma emoción al traspasar los límites; él, exaltado con la silueta y la turgencia que ya no encuentra en su mujer.
Y la noche sigue latiendo plena, monstruosa.