DOS VECES MAR
Con el mismo nombre del mar,
Mari Mar atendía a sus amigos,
vecinos y compañeros de trabajo en la oficina.
Si al principio me llamó la atención fue por su nombre,
dos veces mar, mar al cuadrado.
Morena, delgada, más bien alta,
y con hablar pausado y escaso,
como si le pudieran dar de sí lo suficiente
la frase corta y el oportuno monosílabo.
Hasta que yo, Joaquín, un compañero,
bastante alto, con barba y decidido
la saqué a bailar en el guateque,
y luego, por todo el salón de baile,
caminamos.
Ya nos habíamos cruzado
por la empresa una o dos veces,
y yo le había gastado alguna broma,
le había lanzado algún requiebro,
esencialmente seria, de aspecto reflexivo, preocupado.
Le saqué con esfuerzo algunos verbos
y algunos adjetivos muy precisos.
Nos medíamos con los ojos desde lejos
nos abrazábamos a distancia con la vista
libre e impune de nuestros pocos años.
Mari Mar disfrutaba con la vista,
con los ojos del color de la almendra tostada,
una verdad tremenda que emergía
del marasmo del conjunto de miradas,
que, porque sí, sobresalía
como el pez arrancado de su medio.
Y hasta que yo, Joaquín, cogí su mano
como gesto de cariño a la salida,
y con lágrimas al borde de mis ojos,
como si no viera un motivo manifiesto
sino que, tal vez, solamente presintiera
un mal augurio, una ruptura rápida
que nos separaría al día siguiente.
Yo había trazado sin cálculo, aunque con entusiasmo, algunos planes.
Dios todopoderoso tal vez quería que yo la acompañara por un tiempo,
una tarde de día entre semana,
tal vez había previsto que salváramos juntos los escollos
de una colina con senda sinuosa,
de una valla ya podrida de madera,
con sus hoyos, sus piedras sueltas,
sus pendientes: un trozo de paisaje.
Debido al poco peso, ella saltaba
con una agilidad de mariposa.
O podríamos disfrutar de una tarde de cine
con sus padres en el salón de su casa,
o podría acompañarla hasta algún otro lugar
de nuestro barrio
hasta que se cumpliera el mal pronóstico.
Truncada la carrera en su comienzo,
seguro que se merecía que avanzáramos
al menos otro tramo
sobre la arena del camino.
Gaspar Jover Polo