Sus senos enaltecen a quien mira, honran la curva de una mano, embriagan la sed de toda boca. Sorprenden cuando están en calma, hechizan cuando se mueven. Flotan... y animan a volar.
La pista de baile se abre. Explota la conmoción. El antro se ha vuelto un cuadro en blanco y negro. Las siluetas se mezclan entre el humo de tabaco, los hedores y las luces: danzan alocadas al ritmo del festejo y el desenfreno.
Pechos vibrantes.
Ojos deslumbrados
Pies flotando.
Cuerpos en contorsión.
Miradas atentas.
Labios mudos.
Besos oceánicos.
Lenguas en malabar.
Y el mundo, intempestivamente, se va empañando.
Su cuello es el emisario de lo altivo, presume por donde pasa, gira para elegir. Cuando el viento sopla, rendido, fascinado, se corta a su paso y silba.
Sus hombros son el monumento a lo oblicuo. Quien se desliza o se escurre a través de ellos desea repetir la experiencia.
Eloísa, experta en vuelos arriesgados y en caídas placenteras. Su cuerpo es una creación de geometría calculada, de geografía en libertad: abierta, sedienta, inmensa. ¿Cuántos hombres caben en tu andar? Yo quisiera ser Carlos, Humberto, Alfonso, también Hernán, Leopoldo, Antonio y Ariel, pero soy el poeta que te inventa: te trazo con mis letras y te desdibujas en brazos ajenos.
Ah, Eloísa, cómo arde sentir que te quiero y saber que estás tan lejos, cómo arde imaginar que eres de otro y nunca estarás conmigo. Aunque… al escribirte, leerte y reescribirte, ¿no eres más mía que de los demás?
Caen las palabras sobre tu cuerpo, caen con un peso de siglos enmohecidos, empapan el campo, la ciudad, caen sobre ti, repiquetean y florecen el idioma de tu piel, Eloísa de placeres prometidos.