El niño sonríe. Balbucea unas palabras. Palabras secas, de racimos y uvas; de tierra. Palabras que saben a agua, a arena, a fórmulas secretas que sólo él entiende. Todos le sonríen. Alaban su estatura, aprecian su vigor prematuro, la destreza que demuestra al alcanzar un objeto y manipularlo suave, sutilmente. El niño ríe de nuevo. El sol baja, y él, todavía, toca plantas, parterres, roza la materia de la vida. Muchos le ofrecen sus besos, sus manos, sus brazos, y le acarician con verdadero orgullo: es su criatura. Mas él ya vuela, dejando un rastro sinuoso entre la tierra y el sol. Su nuevo hogar le acaba gustando. ©