El vientre y la espalda de Eloísa confirman las alabanzas a dicho cuerpo. Se yerguen o se encorvan según la necesidad de la amada, o según la petición del amante. Primero hay un oleaje mesurado, luego una marea embravecida. La cresta de cada ola se alza, se dobla y estalla en los riscos del otro cuerpo. Es un vaivén donde ambas pieles naufragan a voluntad, gozando de los embates y glorificando el ahogo que estar por llegar.
La noche es larga y sin embargo esta noche se muere lentamente. Ariel mira su reloj: 1:07 a.m. y piensa: esto no puede acabarse. Apura la bebida de un trago, se levanta y le propone un nuevo vértigo a Eloísa.
—Ya me aburrí —dice él y pide la cuenta—. ¿Qué tal si vamos a otro lugar?
Eloísa no lo piensa, no responde, no lo necesita, es hija predilecta de su destino, de ese sendero que se inclina, serpentea y arde desde hace tiempo en su diario vivir: caída libre sin prejuicios ni complejos. Apaga el cigarro y se levanta mientras Ariel, después de pagar, la toma del talle, le da el paso y caminan a la vez que el piso se torna una marea sigilosa. En el acto, varias miradas se enredan con la pareja: los critican, los señalan, se ríen de ellos; acaso algunos sienten envidia, se reflejan en un espejo falso, sueñan a oscuras y suspiran frustrados.
Cuando llegan al auto el horizonte se abre aventurero: trayecto sin rumbo, sin pena ni pecado. Él enciende el motor, sonríe como galán de cine en pleno close up, acelera y avanzan mientras posa la mano en la pierna de Eloísa. Ella lo mira entusiasmada, plena: la falda es una invitación abierta.
Sus brazos son dignos de una pintura renacentista.
Sus manos se antojan volátiles, dignas de ejecutar una pieza de piano.
Sus dedos, selectivos, arrogantes, se mueven seductores, alegres, y en cada uno de sus trazos se asoma Orfeo con su lira.