Estoy feliz porque ayer se acabó el mundo.
En polvo se redujo cada molar y cavidad anal.
Cada reloj análogo, cada umbral de ascensor,
Cada portón metálico sosteniendo el retrato del hijo baleado.
Con una sonrisa me despido del cartel de la gasolinera; “Especial 95 a $810”.
Me despido de mis manos ennegrecidas y putrefactas.
Me despido de toda esa porquería: Bálsamo de somnolencia.
Pero no todo es tan bonito:
Se va mi casa ubicada en el alma espiraliforme de las autopistas.
Se van los rostros en el techo de madera -esos que parecían sacados de una pintura de Munch-,
Con los que sostenía prolongados debates cuando era joven.
Se van los escarabajos de estiércol,
Se va mi perra Kuyén.
Se va el ir y venir de ballenas encalladas,
Decorando las costas de mi playa favorita.
En el olvido quedará el hermético lenguaje de los asfaltos corroídos,
Plasmados en los muros a las afueras del Sodimac.
Además, sobrevivieron los relojes digitales. Sobreviví yo.
Sobrevivieron los saludos incómodos y el adiós anticlimático.
¡Mierda! Hasta el ruido de los autos logró salvarse.
Supongo que solo queda encogerme de hombros,
Y confiar en esta nueva forma de Dios.
Dios que ahora soy.
Dios que ahora somos.
En fin; bailemos.