Botes ruidosos,
llenos de lluvia, agujereados,
nos acompañaban en el pedregoso camino.
Nuestras botas, someras, deslucidas, eran
apenas el eco de una telaraña
que protegía de la gélida arena,
de las calles y las plazas que,
sin iluminación, atravesábamos
en un silencio espeso y reverencial.
Sumidos en cavilaciones más o menos
profundas, alternábamos pavimentos
de gravilla, con el aroma de bosques profusos
y cercanos. La tempestad de agua y viento
que recorría la localidad, removía carteles,
producía sonidos inquietantes, golpeaba
nuestros cuerpos y los enfriaba con exactitud
de reloj suizo. Éramos tan jóvenes, que apenas
terminábamos estas tareas, nos lanzábamos a jugar
y corretear por las calles, ignorando las repetidas
advertencias con que solían amonestarnos los mayores.
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