La inmensidad del solo silencio
en la cumbre de la montaña.
Abajo: Piedra y vapor de agua.
Kaspar iba ese día bien acompañado.
Su ama de llaves es y siempre fue su sombra, desde su primera luz.
Con sus primeras carreras ya apuntaba sus intenciones: sería un
gran caminador y se significaría en las competiciones de escalada
que a la sazón menudeaban en la Alta Sajonia.
Esta vez la montaña era de coco y huevo; fue una insolencia de
semejante envergadura que las probabilidades de perecer eran
más que sobresalientes.
Sin lugar a dudas gustaba del riesgo: era de noche cuando debía
emprender el ascenso, y Anita, que así era el nombre del ama de
llaves, debía portar diligente el foco de hulla que era de rigor en
tamaña competición.
Los primeros compases de la lid eran los decisivos, la piedra se
compadecía del relente que empezaba a declararse y el calzado de
Kaspar debía amigarse convenientemente, si no quería ser pasto
del acaso.
Su convicción en la victoria era de un espesor inconmensurable,
tanto que Anita — miedosa de natural hasta la hipocondria—
fue seducida en un pispás para fungir de sherpa en este demencial
golpe de testosterona.
Cuando llegaron a la cima y se asomaron a saludar a la diosa Nike,
y contemplaron semejante paisaje, dos lágrimas rodaron por entre
sus pómulos.
Mereció la pena...
Y siguió ejerciendo de sombra, como siempre.