Encontré mi camino porque
por él no iba nadie.
Recuerdo aquel día como si acabara de...
Un cualquier ocho de diciembre —en España día de la
Inmaculada Concepción de Jesús— me vi abocado a la
confluencia de todas las calles céntricas de Madrid en
una sola: La celebérrima Puerta de Alcalá.
De sus puertas arqueras partían un enjambre de calles
—todas susceptibles de avenidarse— todas concurridas
hasta la saciedad por lo populoso de la festividad.
Observé con ameising que una de las calles estaba casi
inhóspita o desierta —como queráis— y me adentré por
ella como alma que lleva el diablo —me gustan las aglo
meraciones pero solo en Semana Santa—. Al final, en la
desembocadura muerte de la misma se elevaba una meta
bolante —quiero decir volante— como esas del Tour de
Francia, que rezaba con letras mayúsculas y gordas:
♫ALBERTO♫
tal que al pasar por debajo —iba ya en esprín para que no
me adelantaran—pasé con los brazos en señal de victoria.
Después supe por el jefe de distrito que los vecinos —pre
viendo que pasaría por allí esta tarde—me quisieron saludar
y felicitar por haber elegido la calle menos concurrida, la que
no entiende de donde va Vicente va la gente, la de aquellos
que prefieren no ser a borreguear y pastar del pasto que se le
pone en el pesebre municipal, de aquellos que miran detrás
de las esquinas por si estuviera el hombre del saco esperando,
y jugar con él.
Fue oir la noticia y explotar en agradecimientos y lágrimas.
No me merezco tanto dispendio, no, de verdad lo digo...
Os advierto que el que desde mañana pase por mi calle,
si no cumple este requisito tiene que pagarme un peaje —
o como diría Alfonso décimo el Sabio, medio paisano mío; un portazgo—.